Ya se dijo varias veces en este blog pero vale la pena insistir: la posibilidad de ver cine clásico nacional en una sala, proyectado en fílmico, es extraordinaria. Permite apreciar casi como en el momento de su estreno películas que de otro modo (bajadas de la web o en DVD, en un viejo 21 pulgadas o en un moderno LCD) pierden mucho de su esencia. El foco que el Festival de Mar del Plata le dedicó a Daniel Tinayre, en el que se exhibieron trece de sus 22 películas, fue una de esas extraordinarias posibilidades.
No tengo claro si La Cigarra no es un bicho (1963) puede considerarse un clásico, pero sin dudas es una película importante. Por un lado, porque se trata de uno de los más grandes éxitos de taquilla de la historia en el país. Por otro, y relacionado con lo anterior, porque inauguró el que, según algunos investigadores, es el único subgénero auténticamente nacional: el de las comedias picarescas en telos. Desde la también muy exitosa Hotel alojamiento (1966) hasta La clínica loca (1988) hubo más de veinte comedias que copiaron o intentaron imitar el formato (elenco estelar, en general con personajes conocidos de la televisión; situaciones episódicas; comicidad subida de tono) trasladando la acción a diversos lugares (colegios, clínicas, trenes, autocines, los bosques de Palermo y un largo etcétera). Hubo incluso dos remakes extranjeras, una filmada en España y otra en México.
Quizá haya sido la influencia de una sala repleta que no paraba de reírse y celebrar la aparición de alguna cara conocida, lo que por momentos se hacía complicado porque se proyectó una extraña copia con créditos e intertítulos en ruso. Ese clima celebratorio, en el que las risas se iban contagiando de butaca a butaca, hizo de la proyección una experiencia sumamente gozosa, imposible de replicar en la soledad de casa. Pero de todos modos La Cigarra... es una gran comedia, que se vale por sí misma. La historia comienza cuando le diagnostican peste bubónica a un marinero que estaba en un hotel alojamiento con una prostituta y, por precaución, las autoridades sanitarias determinan que los demás clientes y todos los empleados del lugar deben permanecer en cuarentena. Así, seis disímiles parejas que habían ido a pasar una noche de placer se ven obligadas a una convivencia forzosa. Hay un rutinario matrimonio de muchos años (Luis Sandrini y Maria Antinea); un periodista sin demasiados escrúpulos y su secretaria (Angel Magaña y Mirtha Legrand); un adinerado empresario que vive un affaire con una modelo (José Cibrián y Diana Ingro); un gracioso ventrílocuo con una calentona maestra de escuela (Narciso Ibáñez Menta y Malvina Pastorino); un músico jubilado y su joven e ingenua mucama (Enrique Serrano y Teresa Blasco); y una pareja de tortolitos que buscan consumar su primera vez (Elsa Daniel y Guillermo Bredeston).
Lo que diferencia a la película de la mayoría de sus clones posteriores es que aquí el humor no apunta exclusivamente a transgredir, mucho o poco, los límites de la época. Hotel alojamiento, estrenada tres años más tarde, sorprendió a muchos espectadores de entonces con la escena en la que Diana Maggi mostraba el culo mientras se daba una ducha, bastante zafada para esos años pero que hoy resulta de una ingenuidad absoluta. En La Cigarra... Diana Ingro pasea su lomazo casi desnudo frente a cámara, y Sandrini -justo él- dice "pelotudo", según algunas fuentes por primera vez en una película argentina. Pero Tinayre y el guionista Eduardo Borrás (que adaptó una novela de Dante Sierra) lograron, sobre todo desde la precisión de los diálogos, una comicidad que por no ser tan jugada soportó el paso del tiempo y aún hoy se disfruta. Un ejemplo: el personaje de Sandrini le dice a su casta esposa que van a ir al velorio de un amigo como excusa para sacarla de su casa y llevarla al telo. "Me mentiste: Ramón no murió", le recrimina ella cuando llegan al hotel. "¡Viste qué suerte!", contesta él. Otro: "Señora, yo no vine aquí a divertirme", le advierte un policía a la maestra. "Yo sí, imagínese", responde ella. El ingenio está puesto por delante de lo picaresco, y la película fluye con una placentera liviandad.
Entretenimiento popular de calidad, La Cigarra... se mueve a contrapelo del cine nacional más novedoso de la época (sólo hay que ver al personaje de Elsa Daniel, caricatura de lo que la misma actriz hacía en películas de Leopoldo Torre Nilsson o Rodolfo Kuhn). El habitual despliegue visual que Tinayre le aplicaba a sus realizaciones aquí está contenido y puesto al servicio del lucimiento de los personajes. Lejos de ser una sucesión de planos y contraplanos, la puesta en escena sostiene con sutileza el humor, como cuando Sandrini, rodeado de espejos en la habitación del hotel, siente que está en el bar con los amigos; o esos modestos travellings que acompañan a los personajes cuando, hartos de tantos días de encierro, recorren ida y vuelta, cual presos, el estacionamiento del lugar. Es cierto que la resolución final puede ser un poco conservadora (sólo terminan felices el matrimonio consumado, que "adopta" a la joven mucama, y la pareja de tortolitos, que decide casarse), pero se trata sin dudas de una gran comedia.
La patota (1960) es, en más de un sentido, lo opuesto a La Cigarra no es un bicho. Una película visualmente impecable, que se mete con un tema complejo, intenta una reflexión profunda que se resuelve en parte con un golpe de guión y no puede abandonar cierto tono sensacionalista. La sala también estaba repleta, quizá por otros motivos: era importante descubrirla o revisarla porque Santiago Mitre está trabajando en una remake, algo infrecuente -aunque no inédito- en el cine nacional.
Mirtha Legrand interpreta a Paulina Vidal Ugarte, una joven que, recién recibida de profesora, comienza a dar clases de filosofía en un colegio secundario nocturno de un barrio marginal. En su primera noche es violada por una patota, integrada en gran medida por alumnos suyos, y cuando se recupera insiste en volver a clases (a pesar de los consejos de su severo padre, ex juez, y de su novio, estudiante de medicina) y perdonar a quienes abusaron de ella. Fervorosa católica, se podría pensar que Paulina termina sufriendo una especie de delirio místico-religioso en su indulgencia. En este sentido la resolución del conflicto, de tan idealista, termina siendo utópica: la profesora no sólo no denuncia a sus agresores, sino que con su perdón les ofrece una lección que asegura -sin que intervenga la Justicia- que jamás vuelvan a cometer semejante acto. Sería interesante comparar en profundidad a La patota con La niña santa (2004). Lucrecia Martel siempre elogió el cine de Tinayre (al menos en su forma), y en su película una adolescente en pleno despertar sexual y muy influida por sus clases de catecismo decide perdonar al hombre que la acosó.
También será interesante ver de qué modo Mitre, que escribió el nuevo guión junto a Mariano Llinás, abordará hoy esta historia. Pasó más de medio siglo, y afortunadamente términos como crimen pasional están siendo reemplazados por el más adecuado violencia de género. Se sabe que el director de El estudiante trasladó la acción a un pueblito de Misiones, y que la profesora se transformó en una abogada que capacita en derechos humanos. Además, en una entrevista publicada en el número de octubre de la revista MU, Mitre definió el final de la película de Tinayre como "abyecto", término caro a la historia del cine que quizá debería usarse con más cuidado. No queda claro a qué se refiere Mitre cuando habla del final, pero La patota tiene un costado complicado. La violación deja embarazada a Paulina, que se niega a un aborto. Esa situación quedaba sin resolver, porque aunque los alumnos, con la lección aprendida, juraban que jamás reincidirían, ella igual llevaba en su vientre a un hijo no sólo no buscado, sino además violentamente impuesto. Ahí está el golpe de guión: un accidente sobre el final hace que la profesora pierda el embarazo y, así, la película se saca de encima un asunto por demás complejo.
A diferencia de la liviandad de La Cigarra..., La patota se ve a sí misma como una película importante. El virtuosismo de Tinayre se deja ver todo el tiempo, en particular en algunas escenas nocturnas filmadas en exteriores con maestría, en las que se hace un uso notable de la luz y las sombras. Pero todo está recubierto por cierto tono sensacionalista. Hay un par de planos (un culo que se mueve alegremente frente a cámara mientras baila en una fiesta; una escena en la que Mirtha Legrand se desviste en su casa) que delatan esa intención, que se hace más notable con una leyenda sobreimpresa que aparece al final, y que emparenta a la película con -enormes distancias al margen- algunos de los productos más exploitation de Enrique Carreras (Los drogadictos, Las barras bravas): "Si con esta película logramos evitar UNO SOLO de esos delitos que humillan la condición humana nuestro propósito se habrá cumplido". Película complicada, no estoy seguro de si es buena, pero definitivamente no es mala y difícilmente sea abyecta. ■
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