Aunque en los últimos tiempos fue abrazada por gurúes de la autoayuda, gente más interesada en aplacar conciencias inquietas que en cambiar el estado de las cosas, Imagina, de John Lennon, es una canción absolutamente vigente. ¿Cómo se puede modificar algo si antes no se lo piensa distinto? Los viejos videoclubes siguen imaginando el futuro. Hace tres décadas cambiaron para siempre la forma de ver cine, y hoy -en medio de esta impiadosa era digital que disuelve la materialidad entre ceros y unos- creen que aún tienen mucho para ofrecer. Están vivos.
"No somos una librería de viejos o un local de vinilos. Tenemos cosas nuevas para ofrecerle a la sociedad", dice Juan Norberto Melo, presidente de la Cámara Argentina de Videoclubes (Cavic) y socio gerente de Video Manía, que funciona en La Plata desde 1982. Melo, como tantos otros dueños de locales, es un sobreviviente: aguantó la irrupción de la televisión por cable, derrotó en condiciones desventajosas a las grandes cadenas internacionales como Errol's y Blockbuster, capeó diversas crisis económicas y le da pelea a la piratería, encarnada sobre todo en la figura del mantero, nuevo personaje urbano que se multiplicó ante la indiferencia de las autoridades.
EN EE.UU. PASA LO MISMO
En su libro From Betamax to Blockbuster: Video Stores and the Invention of Movies on Video, Joshua M. Greenberg cuenta que la idea de alquilar películas en videocasete nació en California en 1977, cuando George Atkinson publicó un aviso en Los Angeles Times y abrió un local al que llamó The Video Station. Hoy, más de 35 años después, la situación en Estados Unidos es similar a la de Argentina y, probablemente, a la del resto del mundo. Las grandes cadenas cerraron (West Coast Video, Rogers Video) o atraviesan una crisis muy profunda (Blockbuster), mientras que un puñado de videoclubes independientes siguen vigentes (still kicking, como dicen los estadounidenses). Lista no exhaustiva: Movie Madness, en Portland, que además tiene un pequeño museo del cine; Scarecrow Video, en Seattle, que cuenta con un inigualable catálogo de más de... ¡200 mil películas!; Vulcan Video, en Austin; Lost Weekend Video, en San Francisco; Alan's Alley Video, en Nueva York, local al que le dedicaron el lindo documental There Were Always Dogs, Never Kids, que se puede ver en YouTube. Incluso algunos se animan a más: a fines del año pasado Miguel Gomez abrió un nuevo videoclub en Ardmore, un suburbio de Filadelfia. El nombre que eligió para el local suena más que oportuno: Viva Video! The Last Picture Store.
Hoy las editoras no llegan a diez, y Cavic cree que menos de 700 videoclubes continúan abiertos en Argentina. Unos cien participan activamente de un programa que –con descuentos y promociones– estimula la compra de material original, y hay otros 300 que mantienen cierto vínculo con la cámara. Del resto no saben nada (o, lo que es casi lo mismo, se pasaron al lado oscuro del negocio). Esa especie de McDonald's del video que fue Blockbuster, la cadena más grande del mundo, llegó a tener 87 sucursales en el país, pero cerró sus puertas escandalosamente en 2010.
En general los locales que quedaron en el camino fueron los que -a veces empujados por la necesidad de una década teñida por el desempleo- buscaron sacar tajada de la novedad. Gente que probó con un videoclub como podría haber abierto una cancha de paddle, un lavadero automático o un parripollo, por recordar ejemplos de fugaces sucesos comerciales que perviven en el imaginario colectivo. Aunque también hubo bajas cinematográficamente más dolorosas: en los últimos dos años se despidieron templos cinéfilos como Mondo Macabro, New Film y Esto es Cineramma.
Un alquiler cuesta hoy entre 12 y 22 pesos. Y además de la gran variedad de películas -una alternativa ante una cartelera de cine cada vez más aniñada y menos diversificada- ahora se alquilan series de televisión, creaciones más dispuestas a tomar riesgos frente a un Hollywood que sólo parece apostar por la rentabilidad. "Hoy tenemos un modelo de negocios distinto de lo que la gente recuerda", explica Marcos Rago, vice de Cavic y dueño de Blackjack, en Palermo desde 1989. "Somos como centros culturales dedicados al cine de todo el mundo, no sólo a lo nuevo o lo taquillero".
"Yo estoy rodeado de manteros, pero no los considero mi competencia", sostiene Alejandro Cozza. Séptimo Arte, instalado en el centro de la capital cordobesa, está cerca de festejar diez años. "Nos va muy bien, no me puedo quejar. No subsistimos, vivimos. La variedad hace que venga gente de todas partes, porque nos tienen como un lugar de referencia", agrega. Sus palabras están respaldadas en un impresionante catálogo de más de 12 mil títulos: clásicos de todo el mundo, cine independiente, de autor y de género, novedades que sólo se pudieron ver en festivales.
Los dueños de los videoclubes que se mantienen vigentes están bien informados, suelen asistir a festivales de cine, conservan en su catálogo algunas películas en VHS inconseguibles en otros formatos, compran afuera lo que no se editó en el país, sumaron Blu-ray para estar a tono con la llegada de los televisores LCD y LED. Y aman el cine. Todo un bagaje que sus socios valoran. "Supongamos -ejemplifica Melo- que tengo un cliente al que le gusta el cine de acción. Pero no todas las semanas hay novedades de ese género. Entonces un día le propongo que se lleve Sin lugar para los débiles, que también tiene acción. Si le gusta lo hago ingresar en el cine de los hermanos Coen, y le ofrezco Fargo. Así se va ampliando el panorama".
Otros locales optaron por diversificarse: en la vidriera los pósters de películas compiten por el espacio con peluches o golosinas, y adentro puede haber un locutorio o un pago fácil. Pero sumar otros rubros también tiene sus riesgos. En el centro de Rosario, Premier funciona desde 1985 en un hermoso local: una casa antigua con pisos de madera y techos a más de 4 metros. "Tengo el espacio suficiente como para poner un bar. Pero la gastronomía es otra cosa, un rubro que no conozco. El videoclub es un negocio hermoso para tener. Yo quiero esto", dice su dueña, Silvia Bozzi, que de todos modos dice que para mantenerse vigente hace falta "poner mucho, a veces más de lo que se puede dar".
Fabio Godoy, que desde 1992 maneja el videoclub La Esquina en Concordia, Entre Ríos, apela a una película para ilustrar la situación. "En El señor Ibrahim y las flores del Corán, Omar Sharif, un musulmán grande ya, tiene un almacén en los barrios marginales de París y se hace amigo de un nene judío que anda abandonado. El tipo día a día le va enseñando el funcionamiento de su negocio y cosas de la vida. Cerca del final el chico le pregunta cuál fue su secreto para permanecer tantos años. El hombre le contesta: 'Constancia. Es el único secreto'. No es una gran película, pero eso me quedó grabado".
El nuevo rival de los videoclubes son los servicios legales de video en streaming, como Netflix, Vesvi, On Video, Cablevisión OnDemand y MovieCity Play. "Los catálogos de esos servicios son muy homogéneos, sin cine oriental o europeo. Buscar una película ganadora de Cannes en televisión es casi imposible", asegura Melo. En este terreno es donde los videoclubes se sienten imbatibles gracias a su valor agregado: la especialización. En su web, Video Manía ofrece la posibilidad de zambullirse en el catálogo a partir de distintas temáticas: conflictos étnicos, ecología, Holocausto, periodistas, fotógrafos y medios, política y represión, violencia familiar y un largo etcétera.
Bellinzona, a una cuadra del Botánico, abrió sus puertas en 2005, una época que ya era dura para el negocio. "En el barrio la gente alquila mucho. Se mantiene la costumbre de venir al video, mirar las cajas, pedir recomendaciones. Todos los que trabajamos acá sabemos de cine. Usualmente en Argentina la atención al público deja mucho que desear, y nosotros queríamos priorizarla", dice su dueño, Fabián Gil Navarro.
En el centro de Ramos Mejía, Gustavo Tibaldi le pone el cuerpo a Imágenes desde 1989. Entre sus clientes hay muchos estudiantes de cine y gente con inquietudes que buscan lo que la ilegalidad de la calle no puede ofrecer. Además organiza proyecciones en una sociedad de fomento de Villa Sarmiento. "Hay gente que va a ver las películas y después pasa por el video", cuenta.
Hay muchos otros ejemplos de locales que siguen batallando contra la matemática digital que vuelve todo etéreo y distante. Que apuestan a la tangibilidad de las cosas y la relación cara a cara. Como el histórico video de la librería Liberarte, en Corrientes al 1500; El Gatopardo, fiel en San Telmo desde 1987; Del Centenario, en Angel Gallardo y Ramos Mejía; o Cocktail, también en Caballito, que cumplió 20 años y sus dueños confían en que seguirá 20 más.
Desde fines de los setenta los videoclubes fueron parte central de la revolución cultural del video, que permitió por primera vez el ingreso masivo de la historia del cine a los hogares. Pero su influencia llegó mucho más allá: por ejemplo, la obra de Quentin Tarantino (cinéfago irredento que fue empleado de un local de Manhattan Beach, California) no puede entenderse sin la existencia de los videoclubes. Como las librerías, son espacios que cumplen un rol cultural que difícilmente la tecnología puede reemplazar.
En este sentido, una de las apuestas a futuro es un proyecto de ley que presentó el diputado socialista Roy Cortina. Propone eximir a los videoclubes del pago del IVA, lo que los pondría en una situación similar a la de las librerías. En sus fundamentos, el proyecto sostiene que "lo que el sector (...) abona en concepto del IVA no constituye una masa de recursos importante o significativa", por lo que la ley "no resultaría gravosa para el fisco". El argumento es paradójico. En 1996 la Cámara de Diputados dio media sanción a una iniciativa similar que luego no prosperó en el Senado, y unos años después, en marzo de 1999, Nigel Travis, presidente de la entonces poderosa Blockbuster, estuvo 48 horas en Buenos Aires para hacer lobby en el mismo sentido (incluso fue recibido por el jefe de Gabinete, Jorge Rodríguez). Pasó más de una década y el reclamo sigue siendo el mismo. Aunque ahora, por su condición de sobrevivientes, los videoclubes quizá tengan más posibilidades de que finalmente se apruebe. ■
[*] Versión bastante extendida de una nota publicada hoy en el diario Clarín.
Muy buena nota, con un comienzo brillante. Congratulaciones. ref
ResponderEliminarFue muy estimulante saber que existen en el país estos bastiones del videoclubismo de calidad. Y me alegró mucho ver mencionado a Gustavo, del videoclub IMAGENES, un verdadero oasis ya no sólo en Ramos Majía, sino en todo el Oeste. Carolina.
ResponderEliminarHace unos meses fui al video de Liberarte y alquilé en VHS Otra vuelta de tuerca (1992), una desconocida y no muy lúcida versión de la novela de Henry James protagonizada por Patsy Kensit, Marianne Faithfull y Julian Sands. Es una película que no vas a encontrar de otro modo, ni siquiera en internet. Puede ser un nicho muy pequeño, pero ahí los buenos videoclubes hacen una diferencia notable.
ResponderEliminarOtro dato, que encontré en una nota del diaro canadiense The Star. Cuando en junio Spike Lee publicó su lista de las 100 mejores películas de la historia, el videoclub The Film Buff, en el barrio de Roncesvalles (Toronto), comparó las que estaban en su catálogo con las que tenía Netflix. En Estados Unidos el servicio de streaming ofrecía la posibilidad de ver cuatro, y en Canadá ocho. The Film Buff tenía 98: sólo les faltaban Cooley High (1975), de Michael Schultz, y Milagro en Milán (1951), de Vittorio De Sica.
¡Larga vida a los videoclubes!
Me encanto como inicio tu artículo. Es muy bueno saber que en el país existen estos videoclubismo de calidad.
ResponderEliminar