Fue dicho

Resulta que todavía no hubo contactos sustanciales entre Gaumont, los franceses y Fox. Además, acá es una obviedad no discutida que se subirá un barquito de plástico por encima de una colina dentro de un estudio, tal vez incluso en un jardín botánico que no esté muy lejos, por qué no San Diego, ahí hay invernaderos con buenas plantas tropicales. Dije qué son entonces las malas plantas tropicales y dije que la obviedad que no se discute es que tiene que tratarse de un verdadero barco de vapor sobre una montaña de verdad, pero no por una cuestión de realismo sino por estilizar un gran evento operístico. A partir de ahí, las amabilidades que intercambiamos se cubrieron de una ligera capa de escarcha glacial.
La aparición en Argentina de Conquista de lo inútil (Diario de filmación de Fizcarraldo), de Werner Herzog, es uno de los lanzamientos editoriales del año. ■

Que vuelvan los musicales (segunda parte)

Busby Berkeley, uno de los más grandes talentos del musical hollywoodense
De Chicago (2002) para acá -por marcar un momento preciso- los musicales suelen tener un problema: no saben qué hacer con la cámara. La remake de Hairspray (2007) acaso sea el ejemplo más claro de los últimos años. Tracy y sus amigos se mueven al ritmo de la música y la cámara sólo atina a mostrarlos a una distancia temerosa, como con miedo a involucrarse. Hay travellings, paneos, contrapicados, planos cenitales y toda una parafernalia visual que no sabe cómo ponerse al servicio del número musical.

Esto, claro, no siempre fue así. Pero la estética del musical tampoco surgió mágicamente con la llegada del sonoro. El género fue avanzando de a poco, paso a paso, y paulatinamente el término "musical" fue dejando de ser un adjetivo para transformarse en sustantivo. Hubo dos movimientos fundamentales que no por casualidad se dieron en la década del treinta, cuando -sostiene Nicolás Prividera en otro de sus interesantes artículos- el género se estableció como el prototipo del cine como fantasía reparadora.

Los primeros musicales no fueron considerados como parte de un género independiente en el momento de su estreno. Rick Altman recuerda en Los géneros cinematográficos que The Broadway Melody, de 1929, ganadora del Oscar a mejor película al año siguiente, fue promocionada por la MGM como "una sensación dramática totalmente hablada, totalmente cantada, totalmente bailada". De musical ni hablar.

En aquellas películas, que hoy podrían considerarse protomusicales, la cámara no se despega de la butaca; el punto de vista es similar al que un espectador tendría durante una función en un teatro de Broadway. Y al tratarse de musicales de backstage los números siempre transcurren sobre el escenario, ya sea durante un ensayo o la exhibición de la obra, lo que evita la música extradiegética y el brusco salto de registro.

El panorama cambió en 1933 con el estreno de una película clave: Calle 42 (42nd Street). La dirigió Lloyd Bacon, pero el nombre importante fue otro: Busby Berkeley. Coreógrafo surgido del teatro, fue el primero en comprender la importancia de la cámara en el diseño de los números musicales. No sólo la sacó del proscenio sino que además transformó al escenario en una espacio infinito, mágico, donde se desarrollaban coreografías puramente cinematográficas.

En el video de abajo se puede ver la primera de las dos grandes creaciones visuales de Calle 42, apenas un aperitivo, una breve muestra del inmenso talento de Berkeley. Dick Powell canta Young and Healthy, y el punto de vista sufre un cambio radical: la cámara levanta vuelo y se disuelven la continuidad, los espacios y los cuerpos. Lo colectivo se impone a lo individual y los bailarines se fusionan para formar uno de sus clásicos caleidoscopios humanos. El teatro filmado quedó a años luz: lo que se ve sólo es posible gracias a la magia del cine.


Lamentablemente Calle 42 es el único musical de Berkeley editado en DVD en Argentina. Junto a Footlight Parade y Gold Diggers of 1933, todos del mismo año y producidos por la Warner, conforma el primer trío de realizaciones donde se nota la mano maestra del coreógrafo. Berkeley comenzó luego a dirigir sus propias películas. Una de sus obras cumbres es Gold Diggers of 1935, que mezcla el musical con la comedia romántica y algo de screwball. Los personajes, envueltos en una serie de enredos en medio de la Gran Depresión, son tan chatos como eficaces. Lo que resalta allí son un par de números extraordinarios. En el primero hace bailar, literalmente, a casi sesenta pianos, que se mueven al ritmo de la música, forman sorprendentes coreografías y hasta arman un rompecabezas sobre el que baila una chica. El segundo, Lullaby of Broadway, que se puede ver completo en YouTube, es un cortometraje con vida propia dentro de la película, que cuenta la historia de una Broadway girl que trabaja de noche y duerme de día. Comienza con la lejana cara de Wini Shaw, casi un punto blanco en la pantalla, que se va acercando lentamente a la cámara mientras canta delante de un fondo negro. Y concluye de manera trágica, en lo que John Waters definió como "the night of the living tappers". Estas audaces coreografías marcan un infrecuente grado de abstracción para la época. Pocas veces el cine clásico hollywoodense tomó tantos riesgos. Berkeley echa mano a todo tipo de recursos (grúas, maquetas, insólitos ángulos de cámara) pero siempre los pone al servicio de la narración. Su imaginación sin límites le dio color al cine años antes de que se establezca el Technicolor. En el momento de su estreno la revista Photoplay definió a Calle 42 como "un musical con todas las de la ley". Un nuevo género estaba naciendo, aunque faltaba un segundo paso para llegar a lo que se conoce como musical integrado. Lo dio una de las parejas más famosas de la historia de Hollywood. Pero conviene no adelantarse: ese será el tema de un próximo post. ■

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Que vuelvan los musicales (tercera parte)

Fue dicho

Poner en duda que el cine en relieve sea el cine de mañana es tan ingenuo como dudar del mañana en general.
Sergéi Eisenstein en el artículo El cine en relieve, de 1947-48, recopilado en el libro Textos y manifiestos de cine (editorial Cátedra, 1989). Los primeros experimentos sobre la posibilidad de darle relieve a las películas los realizó la MGM en 1936, con un sistema denominado Audioscopía. Un par de años después comenzaron a experimentar los rusos con su Stereokino, que tuvo su primera demostración pública en enero de 1941. En 1946 se estrenó Robinson Crusoe, de Aleksandr Andriyevsky, película a la que se refiere Eisenstein en su texto.

En Estados Unidos las investigaciones se retomaron en la década del cincuenta con el NaturalVision. En 1952 se estrenó Bwana Devil, de Arch Oboler, que se promocionó como el comienzo de una nueva etapa para el cine. Tres años después el sistema y la docena de películas que lo utilizaron pasaron al olvido.

Si se tiene en cuenta que el sonido sólo tardó un par de años en establecerse e integrarse como un recurso narrativo más, el desarrollo de la tercera dimensión avanza a pasos muy lentos. El resurgimiento actual parece indicar que llegó para quedarse, quizá más como una forma de combatir la piratería que como recurso estético o narrativo. Pero convendría no olvidar las palabras del director de El acorazado Potemkin: "Hay que preparar en los cerebros un lugar para la llegada de temas enteramente nuevos que, reforzados por las posibilidades de las nuevas técnicas, exigirán una estética absolutamente nueva para la materialización inteligente de estos temas en las grandes obras del mañana". ■

Hay un poco de aire fresco allá arriba

Carl Fredricksen, el protagonista de 'Up'
De Toy Story (1995) a WALL·E (2008), todas las películas de Pixar tenían básicamente la misma estructura. Una parte descriptiva, al comienzo, donde se presentaba un mundo imaginario (el de los juguetes, los monstruos, los superhéroes o las ratas). Ahí estaba lo mejor, lo más ingenioso; sobraban las buenas ideas y los grandes hallazgos. Ese mundo mágico solía entrar en crisis con la irrupción de algún suceso inesperado o de algún personaje que venía de afuera: el muñeco que no acepta su condición, la nena que se mezcla con los monstruos, el suicida que no quiere ser salvado, la rata que descubre que quiere ser chef. Así se entraba en la parte narrativa, donde todo se volvía más rutinario y previsible, con un desarrollo más bien clásico y unos cuantos guiños (algunos evidentes, otros no tanto, la mayoría en forma de citas) para adultos.

Afiche de 'Up'
UP, UNA AVENTURA DE ALTURA (2009)
Título original: Up. País: Estados Unidos. Duración: 96 minutos. Dirección: Pete Docter y Bob Peterson (codirector). Producción: John Lasseter, Jonas Rivera y Andrew Stanton. Guión: Bob Peterson, Pete Docter y Thomas McCarthy. Fotografía: Patrick Lin. Diseño de producción: Ricky Nierva. Música original: Michael Giacchino. Voces: Edward Asner (Carl Fredricksen), Christopher Plummer (Charles Muntz), Jordan Nagai (Russell), Bob Peterson (Dug/Alpha), Delroy Lindo (Beta), Jerome Ranft (Gamma).

Este esquema -del que sólo quedaba al margen Toy Story 2 (1999), la única secuela- garantizaba un piso de calidad superior a la media, pero también un techo. Al menos hasta ahora.

Up, una aventura de altura, la última película de la subsidiaria de Disney, rompe en parte con esa estructura. Por primera vez no aparecen mundos imaginarios lejanos al nuestro. Lo que se narra es bien de acá. Carl, un chico de alguna pequeña ciudad estadounidense, sueña con imitar las hazañas de su héroe, el aventurero Charles Muntz. Un día, de casualidad, conoce a Ellie, que comparte las mismas pasiones. Se enamoran, se casan, descubren que no pueden tener hijos y entonces prometen entregarse a un sueño: mudarse a la jungla virgen de América del Sur, cerca de una maravillosa catarata. Es decir: emular al gran Muntz. Distintas eventualidades van truncando su sueño hasta que ella, unos años mayor que él, muere.

Todo esto -setenta y pico de años en la vida de dos personas- se narra en apenas unos minutos, con música y sin diálogos, en una notable economía de recursos que obliga al espectador a involucrarse. Es, por lejos, el mejor momento de la película, acaso el de cualquier película de Pixar. Un momento puramente cinematográfico, honestamente emotivo, que habla del dolor de la pérdida sin golpes bajos ni efectismos, en un código apto para todo público pero que no subestima a chicos o adultos ni pretende ser indoloro o insípido.

Presionado por una modernidad implacablemente injusta, pero también motivado por la promesa incumplida a su esposa, un septuagenario Carl decide entonces un último gesto de rebeldía. Incontables globos de helio impulsan su casa "al infinito y más allá", para citar al alucinado Buzz Lightyear. El problema es que, por azar, un insistente boy scout queda dentro en el momento del despegue. Comienza la aventura.

La película, entonces, empieza a desinflarse (y perdón por tan obvia figura). Sus pretensiones multiage pueden jugarle una mala pasada a los adultos: en su estructura clásica, el relato siempre ofrece pistas sobre lo que viene, lo que de a ratos lo torna demasiado previsible. Quedan, de todos modos, algunos grandes momentos: una lucha sobre un dirigible, a cientos de metros del piso, que no se exhibe sino que traslada al espectador al lugar de los hechos. Imposible no sufrir algo de vértigo, sensación que se debe ver acrecentada en las exhibiciones en 3-D [1].

El happy ending es casi anecdótico. También la tensión entre lo nuevo y lo viejo, presente en casi toda la obra del estudio de animación y siempre resuelta en amigables términos. Importa mucho más el noble aprendizaje que los desparejos compañeros de aventuras adquieren durante el recorrido y la obvia relación que se establece entre ellos. Un mensaje final que, aunque sin subrayados y bien distante de la hipocresía de la sobrevalorada WALL·E [2], no deja de ser algo edulcorado.

Con Up, una aventura de altura Pixar reafirma que en los rubros técnicos está unos pasos delante del resto. Y se aleja, al menos en parte, de una estructura que se demostró eficiente pero ya estaba algo gastada. Nada extraordinario pero sí suficiente para lograr su mejor película hasta la fecha. ■

[1] Up es la primera película en 3-D (o con efecto de estereoscopía, para ser preciso) que veo, así que no soy el más indicado para opinar. Pero da la sensación de que la tecnología, que tiene muchos más años de desarrollo de los que puede suponerse, se explota aún como atractivo de feria. El crítico Leonardo D'Espósito, con bastante más bagaje en estos asuntos, sostiene en su blog que Pixar hizo un uso inteligente del recurso. Algo sí es seguro: los 28 pesos de la entrada son un exceso.
[2] Antes de putear por la consideración acerca de WALL·E recomiendo leer un antiguo post de Hernán en Planocenital que suscribo absolutamente.