Suele decirse que los musicales se aman o se odian, sin término medio. Que un espectador puede delirar viendo a Fred Astaire y Cyd Charisse bailar a la luz de la luna mientras sólo se oyen ronquidos en la butaca de al lado. Es que la convivencia entre dos registros (la narración convencional y los momentos musicales) ha sido cuestión central a lo largo de la evolución del género. El artificio que se debe aceptar está altamente expuesto.
Ahí es donde falla Chicago: es un musical culposo, que no se anima a serlo de modo pleno para evitar la tensión entre los dos registros. Lo que no deja de ser curioso, ya que todo el film tiene un tono grotesco. Los números musicales funcionan apenas como ilustración, comentario o, peor, metáfora de lo ya visto o contado. La narración no se detiene (como ocurre, por poner un ejemplo tan claro como nefasto, en las películas con canciones de un tal Enrique Carreras) pero tampoco avanza: queda girando en círculo, subrayando. Se trata de una fórmula que ya había transitado Bob Fosse en Cabaret (1972), aunque Marshall lo hace con muchas menos luces: Catherine Zeta-Jones está muy buena pero jamás cantará como Liza Minnelli, por no ensañarse con el pobre de Richard Gere.
El caso del musical basado en canciones de ABBA es aún peor. No tanto por las interpretaciones (la elección de Pierce Brosnan debe ser una de las más desacertadas en años) como por la estructura de la película. Para decirlo claro: no tiene pies ni cabeza, y son frecuentes las digresiones narrativas con la única excusa de incluir algún hit del cuarteto sueco.
La película de Lloyd falla además en otro aspecto clave del género: la cámara no se involucra en las coreografías -como supo innovar el gran Bubsy Berkeley- ni se desliza rítmicamente junto a los protagonistas -cortesía de Stanley Donen o Vicente Minelli-. Apenas se dedica a mostrar, sin ideas, con bastante torpeza y algunos recursos rancios (¡esos zooms!), los números musicales.
El panorama es sombrío. Parece que hoy nadie se anima a tomarse el género en serio, a plantear una película que no reniegue de más de 80 años de historia sino que la reconozca (y no, Marshall, no alcanza con poner a una septuagenaria Chita Rivera unos segundos frente a cámara) para, a partir de ahí, hacerla propia, manipularla o incluso subvertirla. Acaso Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) haya sido el último intento exitoso.
Mientras esperamos con muchas ganas y pocas expectativas no queda más remedio que volver una y otra vez a los grandes momentos del género, algo que será más o menos frecuente en Cinematófilos a partir de este post. Y porque resaltar los momentos musicales, aislarlos del resto de la historia, puede ser un buen anzuelo para atraer a los negacionistas.
Para empezar, mal que les pese a algunos, elijo un musical de Fosse, el primero: Sweet Charity (1969), protagonizado por Shirley MacLaine. El momento en cuestión es Big Spender, con Rivera y Paula Kelly como figuras estelares. Aunque se trata de la adaptación de la obra teatral de Neil Simon, el número es bien cinematográfico: la cámara y, sobre todo, el montaje se involucran en la coreografía.
Entradas relacionadas
> Que vuelvan los musicales (segunda parte)
> Que vuelvan los musicales (tercera parte)